En 2001 Mario Polia, arqueólogo italiano, investigando en los archivos del Vaticano encuentra una carta fundamental para resucitar la leyenda de El Dorado. Se trataba de un manuscrito de mediados del siglo XVI del jesuita español Andrés López. En esta carta se relata un viaje a pie de 10 días de duración que los incas realizaban entre Cuzco y Paititi, un reino o una ciudad donde había más oro que en Cuzco. Junto a ese manuscrito se hallaba la autorización papal para evangelizar Paititi por parte de los jesuitas, aunque éstos nunca dieron más pistas de la localización exacta para evitar la “fiebre del oro”.
Esta famosa fiebre había derivado en una persecución desenfrenada de los conquistadores españoles de cualquier vestigio de oro. Francisco Pizarro, un excuidador de cerdos extremeño, había llegado a Cajamarca (Perú) en 1532 y comenzó el saqueo del imperio Inca. El abundante oro sólo se empleaba para elementos decorativos y parecía inagotable. De hecho, Pizarro ejecutó a Atahualpa (el último Inca, nombre que ostentaba el soberano) aún habiendo recibido el rescate por éste, que consistía en una habitación de 6 por 4 metros llena de oro y otras dos de plata. Puestas así las cosas, ante los requerimientos de los conquistadores sobre la procedencia de tanto oro, los incas siempre respondían que se encontraba “más allá” de cualquier ciudad donde se presentaban los ambiciosos guerreros. No sé si por ser cierta la afirmación o para quitárselos de encima. El caso es que nace la leyenda de El Dorado, una hipotética ciudad llena de oro, tal y como se habían encontrado en Cuzco, por ejemplo, el templo de la korikancha, con muros en piedra chapados en oro con hornacinas donde se ubicaban las macizas y pesadas estatuas del precioso metal.
A lo largo de los siglos, muchos han sido los arqueólogos, exploradores y buscadores de fortuna que han fallecido en su intento de encontrar El Dorado. Los supervivientes nunca dieron con su paradero. Hoy en día ya no es la sed de oro la que guía a los nuevos descubridores, pero el revulsivo de la localización de la mítica ciudad se ha visto impulsado por ese reciente descubrimiento de la carta del siglo XVI. Se sabe que en el fondo del lago Titikaka se encuentran tesoros arrojados por los incas antes de su caída en manos españolas, pero la dificultad de bucear allí probablemente los deje a perpetuidad en su fondo. Sin embargo ese no es el lugar histórico para ubicar la ciudad dorada. Puede que El Dorado no existiera, pero lo que sí estaba claro es que existía Paititi, al nordeste de Cuzco, y allí había más oro que en la propia capital del imperio incaico.
Paititi es considerado hoy el gran enigma arqueológico de Sudamérica. Hay una zona a la distancia descrita por la famosa carta (10 días de viaje a pie), en las selvas del río Madre de Dios, como la meseta de Pantiacolla, donde se ha descubierto lo que puede ser Paititi. En 1996, Greg Deyermenjian, descubrió las pirámides de Paratoari por esa selva y, a pesar de llegar a pie y sobrevolarlas en avioneta, no ha podido determinar si son construcciones naturales o artificiales por el extenso follaje que las recubren. Deyermenjian se está dejando la vida explorando Perú, obsesionado con Paititi de la misma manera que Hiram Bingham lo hizo con Vilcabamba pero descubriendo Machu Picchu. Sin embargo, fue en 2002 cuando un equipo internacional, guiado por la carta descubierta en el Vaticano un año antes, de treinta investigadores encabezado por Jacek Palkiewicz, quien tras dos años de expedición anunció el hallazgo de la ciudad inca de Paititi. Ésta se encuentra en una zona colindante con el parque nacional del Manu, entre los departamentos del Cuzco y Madre de Dios, justo a 10 días de camino de Cuzco.
En el siglo XVII la leyenda sobre Paititi la situaba bajo una laguna, en una meseta de 4 kilómetros cuadrados y cubierta totalmente de vegetación. Hasta ahí llegó este equipo internacional, descubriendo con sus georradares un importante entramado de cavernas y túneles bajo la laguna. Pero no se ha encontrado ningún tesoro.
Mientras tanto, Gregory Deyermenjian y su inseparable Paulino Madani, siguen recorriendo después de dos décadas la meseta de Pantiacolla, justo en los límites del imperio inca, obteniendo el mérito de haber descubierto en 2006 los asentamientos más lejanos hasta ahora identificados de los incas, en el río Taperachi, al norte de Yavero.
Cinco siglos atrás el oro empujaba a arriesgar las vidas de los conquistadores. Hoy, exploradores y aventureros se siguen arriesgando no ya por el oro sino por la emoción y la gloria del descubrimiento; tal fue el caso de Lars Hafksjold, un antropólogo noruego que en 1997 desapareció en las aguas del río Madidi. Unos misterios se van resolviendo pero bajo la selva amazónica seguirá existiendo algo escondido, esperando a que unos aventureros lo saquen a la luz.
En 2001 Mario Polia, arqueólogo italiano, investigando en los archivos del Vaticano encuentra una carta fundamental para resucitar la leyenda de El Dorado. Se trataba de un manuscrito de mediados del siglo XVI del jesuita español Andrés López. En esta carta se relata un viaje a pie de 10 días de duración que los incas realizaban entre Cuzco y Paititi, un reino o una ciudad donde había más oro que en Cuzco. Junto a ese manuscrito se hallaba la autorización papal para evangelizar Paititi por parte de los jesuitas, aunque éstos nunca dieron más pistas de la localización exacta para evitar la “fiebre del oro”.
Esta famosa fiebre había derivado en una persecución desenfrenada de los conquistadores españoles de cualquier vestigio de oro. Francisco Pizarro, un excuidador de cerdos extremeño, había llegado a Cajamarca (Perú) en 1532 y comenzó el saqueo del imperio Inca. El abundante oro sólo se empleaba para elementos decorativos y parecía inagotable. De hecho, Pizarro ejecutó a Atahualpa (el último Inca, nombre que ostentaba el soberano) aún habiendo recibido el rescate por éste, que consistía en una habitación de 6 por 4 metros llena de oro y otras dos de plata. Puestas así las cosas, ante los requerimientos de los conquistadores sobre la procedencia de tanto oro, los incas siempre respondían que se encontraba “más allá” de cualquier ciudad donde se presentaban los ambiciosos guerreros. No sé si por ser cierta la afirmación o para quitárselos de encima. El caso es que nace la leyenda de El Dorado, una hipotética ciudad llena de oro, tal y como se habían encontrado en Cuzco, por ejemplo, el templo de la korikancha, con muros en piedra chapados en oro con hornacinas donde se ubicaban las macizas y pesadas estatuas del precioso metal.
A lo largo de los siglos, muchos han sido los arqueólogos, exploradores y buscadores de fortuna que han fallecido en su intento de encontrar El Dorado. Los supervivientes nunca dieron con su paradero. Hoy en día ya no es la sed de oro la que guía a los nuevos descubridores, pero el revulsivo de la localización de la mítica ciudad se ha visto impulsado por ese reciente descubrimiento de la carta del siglo XVI. Se sabe que en el fondo del lago Titikaka se encuentran tesoros arrojados por los incas antes de su caída en manos españolas, pero la dificultad de bucear allí probablemente los deje a perpetuidad en su fondo. Sin embargo ese no es el lugar histórico para ubicar la ciudad dorada. Puede que El Dorado no existiera, pero lo que sí estaba claro es que existía Paititi, al nordeste de Cuzco, y allí había más oro que en la propia capital del imperio incaico.
Paititi es considerado hoy el gran enigma arqueológico de Sudamérica. Hay una zona a la distancia descrita por la famosa carta (10 días de viaje a pie), en las selvas del río Madre de Dios, como la meseta de Pantiacolla, donde se ha descubierto lo que puede ser Paititi. En 1996, Greg Deyermenjian, descubrió las pirámides de Paratoari por esa selva y, a pesar de llegar a pie y sobrevolarlas en avioneta, no ha podido determinar si son construcciones naturales o artificiales por el extenso follaje que las recubren. Deyermenjian se está dejando la vida explorando Perú, obsesionado con Paititi de la misma manera que Hiram Bingham lo hizo con Vilcabamba pero descubriendo Machu Picchu. Sin embargo, fue en 2002 cuando un equipo internacional, guiado por la carta descubierta en el Vaticano un año antes, de treinta investigadores encabezado por Jacek Palkiewicz, quien tras dos años de expedición anunció el hallazgo de la ciudad inca de Paititi. Ésta se encuentra en una zona colindante con el parque nacional del Manu, entre los departamentos del Cuzco y Madre de Dios, justo a 10 días de camino de Cuzco.
En el siglo XVII la leyenda sobre Paititi la situaba bajo una laguna, en una meseta de 4 kilómetros cuadrados y cubierta totalmente de vegetación. Hasta ahí llegó este equipo internacional, descubriendo con sus georradares un importante entramado de cavernas y túneles bajo la laguna. Pero no se ha encontrado ningún tesoro.
Mientras tanto, Gregory Deyermenjian y su inseparable Paulino Madani, siguen recorriendo después de dos décadas la meseta de Pantiacolla, justo en los límites del imperio inca, obteniendo el mérito de haber descubierto en 2006 los asentamientos más lejanos hasta ahora identificados de los incas, en el río Taperachi, al norte de Yavero.
Cinco siglos atrás el oro empujaba a arriesgar las vidas de los conquistadores. Hoy, exploradores y aventureros se siguen arriesgando no ya por el oro sino por la emoción y la gloria del descubrimiento; tal fue el caso de Lars Hafksjold, un antropólogo noruego que en 1997 desapareció en las aguas del río Madidi. Unos misterios se van resolviendo pero bajo la selva amazónica seguirá existiendo algo escondido, esperando a que unos aventureros lo saquen a la luz.
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